El grito que ignoró la pasión
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El día se ocupaba de su momento más íntimo, arropando las sombras y los secretos de los trasnochadores entre la opacidad de su telaraña crepuscular. La tenue luz de una farola olvidada regalaba una sombra intermitente a un arce alejado; demasiada luz, incluso, para aquel banco que guardaba las raíces de su señor bajo sus brazos caducos y que solía estar vacío. Salvo por dos únicas almas, el parque estaba callado.
Él se sabía un joven popular y carismático, ella, una chica guapa y lista. Los dos ocupaban el incómodo ruido del silencio con tímidos susurros, como con miedo a que el viento que les sacudía contara sus palabras en otro lugar, a los oídos de algún desinteresado. Y entre tanto, una mano de uñas pintadas, impávida, merodeaba entre un pantalón buscando la cara interna del muslo de su dueño, Josep, entre los crujidos de madera vieja. ¿Cómo podía evitar él no excitarse?. No podía.
Los labios de Laura se deslizaban con monocorde ritmo, rozando la piel del cuello de su compañero de radio, buscando el lóbulo de su oreja, e instigando a la mano sumergida en la tela a la premura de agarrar la ya abultada dureza de la entrepierna. Su voz, aliñada de gemidos llenos de intención, intentaban romper el fino hilo de fortaleza que le quedaba al débil hombre.
Josep contemplaba sus manos entre muecas de placer. Sujetaba un cuaderno. Su cubierta, de un cuero oscuro y castigado por el tiempo, rezaba unas letras de tinta plateada escritas a mano: “El deseo de un muerto”.
Aquel extraño cuaderno les llegó a la emisora remitido por un oyente que no dejaba ninguna seña de su identidad. El interés se había adueñado de ellos en los primeros días arrastrados por el misterioso título, sin embargo, pasados los días y leídas las primeras páginas, se acostumbraron a la temática y su interés mermó. El aparente diario se presentaba para su totalidad como una narración soporífera de todos los desánimos que experimenta alguien que se encierra en sí mismo. La soledad, era la coprotagonista de un relato donde sobraba imaginación y nada había de amor.
Pero era tarde. Era muy tarde para ocuparse de los asuntos escondidos en esas páginas; una generosa doblez hecha en la parte superior de una de las páginas les guardaría el lugar donde habían quedado sus curiosidades. Era tarde, pero no demasiado, para erizar el cuerpo el uno al otro. Josep decidió. Introdujo el cuaderno en su bandolera, y sus manos, bajo la camisa de Laura, con decisión, hasta topar y divertirse con los dos alzados pechos de pezones encrespados. Sus lenguas se encontraron y desataron sus instintos más primitivos. El banco, no pudo más que aguantar los duros envites haciendo acopio de la poca fuerza que quedaba en su esqueleto de duro roble viejo.
Para mañana quedaría descubrir que ese cuaderno, dictaba un momento, una hora, donde su autor decidía entregar su alma a una causa mayor: la posibilidad de encarnar una vida mejor. Sabedor como parecía ser de que su cuaderno serviría solo para adornar una olvidada columna de cartas a sus locutores preferidos, adelantó aquel locuaz y atrevido título. Y su intuición no fue del todo atrevida.
Josep y Laura habían cedido la noche anterior a la pasión y ahora, seis horas escasas eran las que restaban para que aquel oyente ejecutara su suicidio. El tiempo es un bien que sólo podrían aprovechar una vez. No querían arriesgarse a que fuera una broma. Debían apresurarse.