Los rasgos de un soldado
En esta ocasión Josep Lobató es un soldado condenado a muerte... ¿Tienes un relato? Envíalo a ponte@europafm.es
Miro al frente y me yergo completamente, pegando las manos a mis costados. Un leve resplandor naranja ilumina la pradera en la que estoy, la última luz del día, que ya se esconde.Ahora mismo me apetece creer que es para no verme morir.
He intentado rezar, pero lo cierto es que nunca he sido muy creyente, y, a pesar de que lo he hecho por mi madre, no he conseguido terminar.
Quién iba a pensar que yo sería así ¿no? Un soldado hecho y derecho, bien formado, inteligente y obediente. Siempre fui así, hasta que la compasión pudo conmigo.
Mi general repetía mañana y tarde que la impasibilidad y la indiferencia eran los mejores rasgos de un soldado; que aunque éste fuera fuerte y rápido, si tenía una mínima parte de su cuerpo recorrida por la vena de la clemencia, dejaría de ser útil. Para mi desgracia, yo tenía esa vena.
En una guerra no se puede luchar con compasión, porque en el momento en el que decides tomar parte de la batalla, te conviertes en un peón, un arma que sujeta aquel situado en el rango más alto, y no puedes hacer nada para evitar que éste apriete el gatillo y te vuelvas culpable de la muerte de cientos de personas. Te conviertes en un arma de guerra.
El único problema es que hay diferentes tipos de armas. Aquellas cuya munición está movida por la insensibilidad son de gran utilidad. Sin embargo, aquellas que, a pesar de su gran eficiencia, poseen como munición una impasibilidad aplastada por la compasión deben ser eliminadas. Yo aparentaba ser una de las primeras, siempre alerta y disparando a cualquiera que llevara un uniforme enemigo, hasta que llegó el niño.
Escuché dos gritos que me ordenaban matarle, dos intentos de presionar el gatillo, pero no lo hice. Mis balas, mi munición, habían sido corrompidas por la compasión. No conseguí nada, salvo mi eliminación y la del chaval que había tratado de salvar. Y por eso estoy aquí ahora.
Me convertí en rebelde, desobedecí una orden directa, dos, más bien. Pero yo no quería accionar la pólvora que acabaría con la vida de aquel niño que sólo buscaba protección.
Lo curioso, es que conseguí que nos mataran a los dos. Supongo que me lo encontraré ahí arriba.
Un ruido me saca de mis pensamientos. Es el sonido que conozco tan bien, el que llevo escuchando cada día estos últimos meses; el susurro de un arma en preparación. Ha llegado mi hora.
–¿Unas últimas palabras, Josep? –Pregunta el comandante, pero yo niego con la cabeza, esperando que sea rápido.
Respiro hondo. Inhalo mi última bocanada de aire y miro al cañón del arma que me apunta al pecho. Veo el destello rojizo del fuego que acaban de encender antes de escuchar un ruido sordo y cerrar los ojos para siempre.